lunes, 21 de diciembre de 2009

El Desierto





Si un águila hubiera sobrevolado el horno que era el desierto a esa hora imposible en que Abel seguía trepando como un escarabajo las dunas interminables, habría visto el surco kilométrico del maletín que arrastraba por la arena. Pero no había águilas, ni nubes, sólo el sol que volcaba su odio en Abel que bajaba por el otro lado la duna que había trepado por hora y media. Así por semanas, sin beber más que su propio sudor arrancado del fondo de su carne, hasta que llegó al oasis.
El oasis
Pero siguió, no lo detendría el desierto, ni el oasis. Llevaría sus obras hasta el otro extremo.

Lo vieron acercarse una tarde a las puertas de la ciudad: un fantasma acarreando un maletín de cuero. Abrieron las puertas y entonces vieron su rostro negro, los dientes de perro muerto a punto de caerse de las encías hinchadas, los aljibes de los ojos, y escucharon las palabras de arena, el permiso oficial, las recomendaciones. Nadie lo escuchaba, si no hacía falta que explicara. Cayó apenas pasar la puerta.
Pero se levantó por sus propios medios, abrazó el maletín y caminó. Los vendedores desmantelaban sus puestos y la noche se tendía, pero Abel en la reverberación plateada de la luna que todavía no salía, hundido hasta las rodillas en el lago de la muerte, avanzaba sin prestar atención a los vivos, con su maletín que estallaba de inspirados escritos de su puño y letra, chorreando arena por las costuras, subía y subía las escaleras y las calles.

El sabio había alimentado a su iguana, había comido, había fumado, y estaba poniendo aceite en la lámpara, tarde ya, siempre lo alcanzaba la oscuridad antes de cargar la lámpara cuando toc toc toc golpearon a la puerta.
Soy un sabio pensó el viejo, y abrió la puerta.
Abel era una momia desenvuelta, carbonizada a la luz de la luna ausente. El sabio se sobresaltó. Agarró el maletín antes que los brazos de Abel se le desprendieran del cuerpo.

El sabio cerró la puerta.

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