El
presidente Morgan ve un dedo gigante que desciende sobre la ciudad.
Ve a los habitantes de la pantalla perplejos un segundo y fulminados
al siguiente por la certeza de su muerte inmediata.
Entonces
la voz destemplada de James rompe el encanto de la visión para
decir: “Aquí, Señor presidente, éste es el lugar”, y su propia
voz responde: “Bueno, como sea”.
Así
da comienzo la operación que desaparecerá del mapa aquella región
mucho más allá de los límites de la pantalla. Eso ha sido todo. En
el despacho están James con su dedo sobre el mapa, el presidente
Morgan, y Miller de pie al lado de la puerta, como un dóberman.
“La
revuelta está ocurriendo aquí -sigue James-, se trata del agua de
su familia, Señor presidente -y continúa con una serie de
pormenores que no interesan a nadie, si el asunto está cocinado
desde hace años. Pero James está pletórico. Debe creer que ahora
sí habita el mundo real.
“Bueno,
como sea”, ha dicho el presidente mientras le señalaba el bar a
Miller, y como James sigue esperando debe agregar: “por supuesto,
hay que hacer lo que hay que hacer. Adelante,estimado James, haga la
llamada”.
Así
que James llama, pide con el almirante, le alcanza el teléfono y da
un paso atrás. “¡La Historia!”, debe estar pensando, basta
mirarle ese brillito en los ojos. El presidente hace una pausa, dice
“Almirante”. Al otro lado de la línea, el Almirante dice “Señor
presidente”. Luego una segunda pausa, un poco de teatro, un poco de
verdad, y el presidente valida la orden mientras su vista se pierde
sobre las copas de los árboles, “como papá cuando era
presidente”, llega a pensar antes de despedirse y colgar.
Entonces
recuerda a Bobby Rainbow, director de Aqueduct y accionista mayor de
Rainbow
Defense.
Bobby es algo así como un primo, porque sus padres eran algo así
como hermanos.
“James,
por favor informe al Señor Rainbow”.
El
presidente Morgan imagina el mensaje que atraviesa el aire, el vacío,
rebota en los satélites, pasa por las antenas y llega casi antes de
salir al teléfono de Bobby Rainbow en su casa de la isla. Bobby se
toma su tiempo. Está quieto como una iguana. Ni un sólo músculo de
la cara se le mueve. Quizás su mente le diga: “el poder, Bobby, el
poder”, pero él sigue en silencio, respira despacio bajo el cuerpo
de una chica dormida. Una de esas chicas menudas que le gustan a
Bobby.
Se
estira y la chica resbala a un lado sin despertar. Bobby enciende uno
de sus puros. Sus ojitos amarillos brillan en medio de la nube. Abre
las persianas para que la luz del Caribe lo incinere. Y de seguro
piensa en números. Porque Bobby siempre piensa en números. Tenaz y
certero es Bobby. Implacable. Un habitante del mundo real. Un dueño
del mundo. Más que él. Porque él es el presidente, pero Bobby con
sus empresas y sus países artificiales y sus guerras sin fin, ¿no
es algo así como un rey? No hay dedo que aplaste a Bobby.
¿No?
¿Y no puede su dedo aplastar a Bobby? ¿Quién es el presidente?
Bobadas.
Bobby es como un hermano. Lo va a llamar apenas se le ocurra algo
ingenioso que decirle.
Otro
gesto a Miller. “No, sin hielo”. Bobby. Bobby Rainbow, piensa.
Motherfucker Bobby.
No
sabe por qué se lo ve sentado en la silla eléctrica. Y no sólo lo
ve: también huele el aire del subsuelo, presiente la realidad de la
ejecución, los ojitos amarillos de Bobby sepultados bajo la capucha,
el crujir espectante del auditorio de testigos. Piensa que no queda
mal Bobby en la silla.
Un
hermano. Arduas son las cosas para Bobby Rainbow. Pudieron haber sido
sencillas, fáciles, suaves como han sido para él, pero se las ha
buscado difíciles, y sin necesidad. Es que Bobby es un hacedor de
mundo. Bobby es como un dios.
Pero
él distinto, piensa y se levanta con el vaso en la mano. A él todo
le ha resultado muy fácil. ¡Mira mamá, sin manos! Acaba de llegar
en helicóptero; ha validado un ataque; a las nueve leharán un
masaje; a las diez firmará todos los papeles que le ponga James
delante; a las once hablará con su hija; a las doce llegará la
compañía que le ha agendado Miller.
Yo
no busco el poder, piensa, el poder viene a mí por su cuenta. Es una
cuestión de
sincronicidad.
Miren, no duele. Todo está bien.
Se
truena los dedos, uno por uno.
Quizás
sea que Bobby sabe dónde empiezan y terminan las cosas. ¿Es eso,
Bobby? Arroja el vaso contra la pared, maldice en voz alta.
“¿Qué
hora es?”
“Las
ocho treinta, Señor”.
Mientras
Miller recoge los vidrios el presidente lo mira como a un
desconocido.
Se
acerca a la ventana. Debe pensar. Cuando venga el masajista le pedirá
que le meta un dedo en el ano. Un dedo, piensa, como el que bajaba
sobre la ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario