VAMO,
RODRÍGUEZ
Rodríguez no escuchaba al muchacho.
Lo miraba y asentía, pero pensaba en lo cansado que estaba, y en el
futuro. Más de lo mismo y siempre peor. La vida era una pelea
perdida.
El muchacho hablaba de una moto. Una
moto, sí. Y el muchacho no era el imbécil.
Lo interrumpió, le dijo que se
apurara. Todavía faltaban tres boliches para terminar el reparto del
día. El muchacho bajó del camión y entró a "Carámbula
Hermanos" a tomar el pedido. Rodríguez debía bajar, abrir la
chata y adelantar el trabajo para terminar antes. Seguro que pedían
lo de siempre: diez cajas. Pero se quedó con las manos sobre el
volante. Viejas, hinchadas, extrañas. La vista no iba más allá de
los chorretes de jabón del parabrisas. Estaba cansado.
El muchacho volvió, voceó "¡diez
cajas, Rodríguez!" y dio un par de golpes en la chapa. Pero él
no se movió. El muchacho murmuró “buenísimo”, y se fue hasta
atrás solo. Bajó el carrito a la calle y empezó a estibar cajas
mientras cantaba una plena.
Atardecía. El muchacho pasó con el
carro. Un viaje, cinco cajas. El muchacho tenía unos championes
naranja flúo, una remera verde con un logo enorme, una gorrita de
los Miami Heats. Le servían los championes, la plena, la gorrita, la
remera, la moto que se quería comprar. A Rodríguez no le
servía nada.
El muchacho salió del almacén,
cruzó la vereda, estibó otras cinco cajas cantando la misma plena.
"¡Pronto, diez cajitas!". Rodríguez no se movía. Pensaba
que podía quedarse ahí para siempre, como si fuera un componente
más de la cabina del camión. Quizás estaba dormido y no se daba
cuenta.
No era eso, no.
El muchacho guardó el carrito y
cerró la chata. Después fue hasta la cabina, subió al estribo y
metió la mano a través de la ventanilla para agarrar las boletas.
Estaba enojado. "Vamo arriba, Rodríguez", roncó, y volvió
al boliche en cuatro zancadas. Allá bromeó a gritos y fue
correspondido con un coro de risas forzadas. El más viejo de los
Carámbula se acercó a las rejas del depósito. Era un sapo con
ojitos de borracho. Saludó a Rodríguez con un movimiento de cabeza
y una sonrisa triste.
Y Carámbula no era el imbécil.
Rodríguez no podía seguir. Hasta
ahí había llegado. No más.
El muchacho subió al camión. Azotó
la puerta un poco más que de costumbre. Como si lo quisiera
despertar, como si lo quisiera agarrar a trompadas. "¿Vamo,
Rodríguez?".
"Vamo", contestó
Rodriguez, y se vio girando la llave, metiendo el cambio y tomando la
calle, y luego la avenida, como un caballo viejo.
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