sábado, 30 de agosto de 2014

La descripción de un personaje

Para que valga la pena describir a alguien hay que odiarlo un poco, o completamente. El amor no se describe, es simple. Difícil es llegar a él, cuidarlo, mantenerlo. Pero en sí el amor es simple, y describirlo es inútil. Para hablar de alguien a quien se ama conviene más contar un episodio que alumbre indirectamente el amor que se le tiene. Pero el odio se puede aplicar directo al objeto, no necesita anécdota, y sobre todo es sabroso y perdura y encuentra siempre la comprensión del lector, porque el lector odia a alguien y quiere verlo a la parrilla, quiere una disección, un descuartizamiento en la plaza pública. Para eso, se sabe, no hacen falta motivos. El odio es más fácil que el amor.
Ahora que sabemos que no hace falta contar nada de lo que ha hecho Márquez para ganarse nuestro odio, iremos directo a Márquez, a su cara manchada del estrés de ser una basura, a sus camisas sudadas del año de la inundación y sus mocasines marrones que evocan una época en la que los trolleybuses recorrían la ciudad como grandes cucarachas azules y confiadas.
Márquez tiene bigotes angostos, una línea de color indefinible sobre los labios, y en esa larga extensión de chimpancé entre su nariz y las canas del bigote brillan gotas de sudor que a menudo bajan en una danza triste con los grandes poros de su cuero seboso.
Sus pantalones desteñidos por el sol desde el año de la inundación deben heder a orines, deben tener remiendos y zurcidos hechos por él mismo sentado en la punta del catre de una pensión, mientras escucha a Julio Sosa y toma un vaso de vino tinto con el que se ha teñido el bigote desde los dieciséis años como en un trabajo de paciente artesanía. O vive en una casona de techos altos con su anciana madre, que por un error en la burocracia de la naturaleza permanece todavía viva con el único propósito de hacerse más infelices uno al otro.
En cualquier caso, Márquez nos recuerda todo lo malo de este equívoco doloroso de doscientos años de lazos írritos nulos y disueltos que llamamos patria, y esperamos que de un momento a otro se lo lleve la parca. Que se muera. Que llame Albertina a las diez de la noche de cualquier jueves y nos diga: “falleció Márquez, me avisó recién el jefe”, y así termine de una vez todo esto. Tomaremos un taxi a la casa fúnebre en la calle Barrios Amorín, entraremos a pasos lentos, frenados por la entereza sencilla y sin pretensiones de la muerte, veremos desde la puerta de la izquierda la cara del todo muerta de Márquez en un cajón barato. Atrás un cristo de bronce, a la derecha una corona de la empresa, y en las sillas negras al lado del cajón, un hermano desagradable con una campera gris, un primo desagradable y sin pelo que mira al suelo y que probablemente esté dormido con los ojos abiertos, una viejita muy flaca que podría ser la madre de Márquez (si Márquez no vivía en una pensión y zurcía sus pantalones y sus medias mientras escuchaba a Julio Sosa), olvidada por la naturaleza y como hibernando en una tristeza de la que despertará sólo para morirse.
Fumaremos en la vereda, haremos chistes, temblaremos de frío porque ya estamos en junio, y justo antes de entrar para servirnos un café nos pasará algo muy triste: veremos que Gonzalo, María del Carmen y Peluffo hacen chistes entre ellos y nos miran. Sí: los guachos se ríen de nosotros. Y entonces pensaremos con gran claridad que nos odian y ahora nosotros somos lo que ha sido Márquez. Maldita la hora -pensaremos- que se ha muerto Márquez y nos han pasado treinta años de oficina por encima, para dejarnos heridos al costado del cajón, marcados por la misma tristeza de saber y recordar y cargar con todo. Con todo.

lunes, 31 de marzo de 2014

LA NOVELA ROMÁNTICA-












El último libro de Johana Swasborough, "Pasión Prohibida", es récord de ventas en Estados Unidos. La escritora, nacida en Minnesota en 1956, ha escrito ya una treintena de novelas, de la cual Pasión Prohibida, es sin dudas la más lograda.


HAY COMENTARIOS:

MARIA CARMELA
yo quiero ler la novela de Swasbrrown, porque es romantica amasnopoder y me a gustado siempre y me ase sentir el amor que no me dan en mi casa

JMNNnsn
Johana eres la mejor! Te amo! Leí todas tus novelas y estoy enamorada de todas las heroínas y de los héroes y me la paso tan caliente pensando en eso que no nesesito ninguna bombacha elétrica. ;)


MURCIA
Me he quedado atónita. Había creído que no iba a escribir por lo menos hasta dentro de un año, después de la tragedia...


MARIA CARMELA
¿Qué tragedia?

MURCIA
A Johana se le ha muerto el marido el año pasado. Lo encontraron en un hotel de citas en Boston.

JMNNnsn
Mursia, la bombacha elétrica no es ninguna nobedad, pero ai que ver lo prejuiciosos que son en la madre patria ¡si tendremos que aprender todavia de los animales! ;)

MURCIA
???

ROBERTO
Las últimas novelas han venido un poquito flojonas, a ver si con esta vuelve al nivel que tenía en las primeras, que fue cuando más me gustó. Yo la verdad que no entiendo cómo alguien no puede escribir lo mismo toda la vida, si es lo que les gusta, ¿no? Y aunque no les guste. Mira, mi padre trabajó toda la vida en el correo y mierda que le iba a gustar, lo odiaba, pero no por eso dejaba de hacer su trabajo con el mismo esmero a los sesenta y cinco años, que fue cuando lo atropelló el 51 en la esquina de Serrano y Cinca. Eran un gorrón, es cierto, mi madre lo hubiera matado si no se le adelantaba el autobus, pero ya esa es otra historia.

JMNNnsn
Se creen que porque viven en españa son mejores y saben usar elidioma y disenquenelcaribe nosabemos usar nilabarraespasiadora, pero mira quetenemos amariovargasyosa y a gabriel garcia marquéz que se ganaron el oscar al mejor libro a ver quien se ganó el oscar en españa, nomas javier bardem que se fue a putiar a los estados unidos con los ermanos cojen y nomas para aser de asesino por algo será, no?

ABIGAIL
Siempre critican a la novela romántica como si fuera simplota y para mujeres calentonas. Eso no sólo es sexista, sino que es hablar sin saber, porque en las novelas románticas yo he aprendido muchísimas cosas de la historia de los Estados Unidos, de navegación, de química, de la iglesia anglicana y protocolo, y ni que hablar de la larguísima lista de eufemismos para las palabras pene y vagina que en realidad son palabras espantosas. En fin, que nada más por el bien al idioma en el uso de los eufemismos para los órganos sexuales las novelas románticas se merecen nuestro respeto.

MURCIA
Coincido contigo, Abigail.

JMNNnsn
Ai ya estás de nuevo, Murcia, quién te pregunto? ¿Quién le preguntó a Murcia qué opinaba, eh?

ROBERTO
Yo no, por cierto.

BARDEM
Qué tienen en contra de Javier Bardem? Ustedes tienen idea de lo difícil que es hacerse el malo con un peinado como el que le hicieron los Cohen?
Además hizo del guasón en la última de James Bond, y casi se lo clava, que eso no lo hace cualquiera.

MARIA CARMELA
No nos peliemos, que si estamos todos aquí es porque nos gustan las novelas de Swasborough

ROBERTO
A mí la última de Bond no me gustó. Me parece que exageraron un poco con la velocidad, me parece que Sam Mendes estaba anfetamínico. 

BARDEM
Coincido contigo

MARIA CARMELA
Gracias, así es mejor.



lunes, 17 de marzo de 2014

Al tipo lo malinterpretaban



 
 
    Era un tipo al que lo malinterpretaban. Se llamaba Pérez de apellido y Francisco de nombre y decía que nadie lo entendía. 
    Pedía la cuenta y le traían otra cerveza, pagaba su parte con un billete grande y entendían que él pagaba todo, contestaba el teléfono y al otro lado entendían que habían marcado el número equivocado y colgaban, y al día siguiente, cuando conseguía aclarar con la secretaria de Martínez & Martínez que la llamada urgente de la tarde anterior la habían hecho al número correcto, y cuando el trabajo que le iban a ofrecer ya había sido otorgado a otro menos capacitado, rubio, endeble y con cara de bobo, le decían en su propia cara que al atender él había dicho fuerte y claro que él no era él.

    Cuando sonreía la gente entendía que estaba triste, cuando se enojaba la gente se reía a carcajadas, cuando se conmovía la gente lo insultaba porque creía que se burlaba de los sentimientos ajenos.
    Sus padres aún vivían, y le atribuían todas las características de su hermano fallecido: creían que todo lo decía en chiste, que era mitómano, cleptómano, homosexual. 
    Sus vecinos le habían enviado varias veces a la policía por los ruidos molestos del apartamento de enfrente. La policía lo había detenido cada una de esas veces por sospecha de tráfico de drogas.
     Estuvo encarcelado seis meses porque su defensor había entendido que era culpable y que le había pedido que lo mandara preso. Nunca quiso contar todo lo que sufrió a la sombra.
     Había sido abandonado una vez tras otra por mujeres que amó con locura, siempre con el mismo reproche previo al portazo y los taconazos en la escalera: que él no las quería.
     Dejó de hablar. Creyó que escribir le haría las cosas más fáciles y escribió sin parar, no para que lo publicaran, sino para aclararse consigo mismo. Pero una serie de coincidencias condujo a la publicación de todo lo que había escrito y la situación empeoró. Fue acusado al principio de promover la disolución de todas las buenas herencias de oriente, y después de promover la disolución de todas las buenas herencias de occidente. Fue ovacionado y financiado por los nazis y las multinacionales que atacaba en sus escritos, y rechazado y maldito por las organizaciones progresistas con las que se sentía más afín. 
     Un ex compañero de la primaria le dio muerte en la esquina de su casa. Le vació el cargador de una AK-47 al grito de "¡Traidor!" antes de prenderlo fuego con un lanzallamas y trozarlo con un machete. Pérez tuvo la fortuna de morir antes de darse por vencido y aceptar que los demás tenían razón.  

miércoles, 5 de marzo de 2014

viernes, 31 de enero de 2014

ENTREVISTA AL PROFESOR JUAN CARLOS BOSTARDI




BOSTARDI AL OTRO LADO



Entrevista de Milton Pereira al Profesor Carlos Bostardi



El Profesor Bostardi nos espera en su casa de la playa. El viaje de ida lo hacemos en silencio. La carretera nos acerca a una tierra primordial, a una verdad que postergamos: más adelante estamos nosotros mismos.

El ronquido de la camioneta en el camino de tierra nos saca de la modorra: estamos ya muy cerca. He dejado que Roberto conduzca y él me deja sacar algunas fotos con su cámara. Me siento como un niño.

Llegamos a la casa del Profesor. Las olas, el aire salado, el sol, el ambiente de Bostardi.

Su mano es firme y cálida. Parece más joven que él. Un perro amarillo me gruñe todo el tiempo. Tengo miedo. Bostardi parece no darse cuenta. Cuando era niño fui atacado por un perro.

Más allá de las palmeras está la casa y la playa. Por fin el Profesor ata al perro y nos guía: nos muestra su biblioteca, su telescopio, su colección de conchas, el magnífico mural de Jorge Gutierrez, y la terraza. Allí se detiene.

“Aquí mismo fue donde se pegó el tiro Evaristo Maneira”.

El Profesor se sumerge en un silencio oscuro, su semblante cambia, como si su cara fuera un campo sobre el que pasaran sombras de pensamientos tristes. Con disimulo busco en mi smartphone quién era Evaristo Maneira pero no lo encuentro. En cambio entro sin querer a una página que promociona un gel reductor a 14,95 dólares el frasco.

Le hago un gesto a Roberto, porque veo al Profesor con aquel aire ausente y el mar al fondo, y la luz nítida del otoño, y creo que ahí hay una buena foto, estoy viendo una foto de premio nacional. Roberto niega con la cabeza. No lo entiendo, pero ante todo está el respeto profesional y no insisto.

Luego estamos en el living. Me apuro a tomar asiento. Estoy cansado y tengo hambre. Aquí será la entrevista: la luz es óptima y el ambiente muy cómodo. Sólo me molesta el ladrido del perro. Opino que los perros no deberían ladrar. El Profesor se disculpa para ir al baño y nos deja solos. Aprovecho para admirar el mural de Gutierrez, los libros, la colección de clásicos franceses, los gobelinos, las cincuenta y seis conchas. Roberto saca fotos, sobre todo de las conchas.

De pronto caemos en la cuenta de que ha pasado al menos media hora, y tememos que al Profesor le haya pasado algo. Después de todo tiene más de ochenta años.

Golpeamos la puerta del baño. Bostardi no responde. Insistimos, tratamos de abrir, pero la puerta está trancada por dentro. Roberto entonces graba uno de los videos de la entrevista que pueden verse en la red: “BOSTARDI NO SALE DEL BAÑO”.

¡Bostardi!, grito yo, ¡Profesor!, tomo carrera y golpeo la puerta. La madera cruje pero no cede. El hombro me duele, pero hago como que no. Tomo carrera otra vez. Roberto sigue mis movimientos. Yo me siento como Will Smith en su mejor momento, pero luego me veo en el video y parezco más bien un nerd lleno de pecas que no acostumbra moverse, y además se me nota que me duele el hombro. Arremeto por segunda vez. Se me escapa un gritito de niña. Entonces Roberto oye algo: “esperá, Milton”, dice. Yo espero, agradecido (temo haberme sacado el hombro de lugar), y oigo la voz del Profesor: “¡Qué hacen, la puta que los parió, no me dejan ni cagar tranquilo, hijos de puta!”.
Nos reímos. Me siento tonto, joven e impulsivo, pero luego en el video me veo como un gordo de cuarenta y cinco sin carácter, y me pregunto si eso mismo verán los demás.

El video termina, pero yo enciendo la grabadora: sé que la entrevista ha empezado en ese momento, puerta de por medio:

M: Profesor. ¿El ojo modifica al objeto?
B: Dejame cagar en paz, la concha de tu madre, Milton.
Hay cansancio en la voz del Profesor. No deja de halagarme que recuerde mi nombre.
M: Profesor, ¿su silencio del último año tiene que ver el resultado del plebiscito?
B: No hay papel. No te puedo creer, me voy a tener que lavar en el bidet, la puta madre. ¡Milton!
M: Profesor, diga usted.
B: No te lo tomes a mal, querido: por favor fijate si no hay papel higiénico en la cocina, haceme el favor. Yo odio el bidet, no es natural.

En la cocina no encuentro papel. En uno de los cajones no hay más que cuchillos de toda clase, en otro, cucharas, en un tercero, chapitas de cerveza. Chapitas hasta el borde. Pienso que el Profesor se está volviendo loco. En el aparador sobre el lavadero están los platos y los vasos, una cajita con escarbadientes, pero también un halcón embalsamado con la cabeza arrancada, y atrás, un rollo de toallas de cocina con un estampado de corazones celestes y rosados. Vuelvo con el rollo.
Sentado en el suelo, apoyado contra la puerta del baño, está Roberto. Alcanzo a oír lo último que dice: “...estupidez, una estupidez infinita”. Cuando me ve se sobresalta y calla. Es evidente que ha estado hablando de mi. Me indigno en silencio y pienso que él debía haber ido a buscar papel, no yo.

Carraspeo y explico que no había papel higiénico por ninguna parte, pero sí toallas. El Profesor abre la puerta, asoma una mano temblorosa, una garra que emerge del pasado, que exige, que teme, una mano que es la del Profesor y la de todos nosotros, asomados al abismo. La mano agarra el rollo de papel estampado y desaparece.

A los diez minutos sale el Profesor, y tras él un olor nauseabundo. Roberto tose sin parar. Yo miento que debo hacer una llamada y corro a la terraza. Ya afuera aprovecho para llamar a mi hija, porque me parece de mala educación estar ahí nada más para respirar.

Cuando veo por el ventanal que el Profesor se acomoda en el sillón del living me despido de mi hija y entro. El olor persiste pero no es tan terrible. Roberto me mira como siempre, pero recién entonces entiendo que me odia. Estas cosas son las que uno aprende. Lo mismo de siempre pero con más claridad. Me fotografía. No entiendo qué puede haber visto. Sé que no soy interesante. Entonces Bostardi habla, como si me hubiera escuchado los pensamientos:

B: Bostardi no tiene nada interesante que ofrecer. Bostardi debió haberse muerto hace cuarenta años – dice el Profesor a modo de introducción. Me allana el camino, suave y hostil como un caballero. Quiere guiar la entrevista.
M: ¿Y eso por qué, Profesor?
B: Bostardi es uno de los referentes de una época que no dio frutos. ¿De qué sirve buscar la sombra de los referentes intelectuales de la izquierda, si no hay izquierda? ¿Para qué servimos? ¿Qué debemos hacer? ¿Consolar sueños adolescentes? ¿Qué debemos hacer?
M: ¿Me lo está preguntando a mí?
Roberto se cae de la silla. Se levanta al instante y se acerca para fotografiar las manos de Bostardi. Una serie de fotos que incluirá en su primer libro de retratos, según me dice en el viaje de regreso a la capital, con los ojos rojos y atragantado de empanadas criollas.

B: Estoy preguntándomelo a mí, querido, porque a veces creo que los viejos intelectuales, para seguir en la góndola de este supermercado mundial, nos dejamos moler para ser incluidos en pastillas sedantes para los militantes enfermos, los viejos compañeros que no consiguieron evolucionar hacia la mierda que los suplantó. Y a la vez somos dinosaurios vivientes, especímenes de gran valor para la edificación -precaria, claro- de los jóvenes arqueólogos de la izquierda, los jóvenes interesados en saber qué sentido podría tener la realidad que se los está comiendo.

M: Por supuesto. Aunque le confieso que no le entiendo nada. Sin embargo, Profesor, ahora que dice esa palabra ... - y me refiero a la palabra “mierda”, porque no dejo de pensar en la puerta abierta del baño. Pero Bostardi sigue:
B: Nos han usado para rellenar las píldoras del sistema, Milton, y nos hemos dejado usar, porque creímos que por lo menos así... pero, Milton, con la mano en el corazón – Bostardi se inclina hacia mí: ¿vos creés algo de lo que he dicho en los últimos veinte años? Te lo pregunto de verdad, Milton.

No me atrevo a contestar, porque sí le he creído. Palabra por palabra. ¿Soy un estúpido?

B: ¿Para quién los paños fríos de mis últimos quince libros? Me he convertido en un redactor de postales de buenos deseos. Para no devenir en fábrica de odio, he devenido en fábrica de mentiras. Bostardi debió morir en el ochenta y nueve. Si no hace cuarenta años, por lo menos, y sobre todo, en el ochenta y nueve.
M: Claro.
B: Pero estaba Carmen, ¿y quién puede morirse estando Carmen? ¿Eh? Uno vive, uno no se puede rendir si... pero vos no te preocupes, Milton, vos nunca vas a estar con nadie como Carmen, una mujer de verdad.
(Risas -las mías, porque he creído que lo dijo en broma, pero luego veo que no).
B: Después de eso, bueno, después de eso estamos en esta inercia planetaria, en este discurso vacío y autodestructivo del Capitalismo y... -hace una pausa - no, no voy a decir esa palabra que empieza con ge y que usan para todo. Estoy harto de la palabra que empieza con ge.
M: ¿Con ge? ¿Cuál? ¿Góndola? ¡Ah! ¿Globalización?
B: Sí, esa palabra.
M: Globalización. ¿Qué tiene de malo esa palabra?
B: Todo.
M: Es pesimista, Profesor. No espera nada bueno de la vida. ¿Bostardi se siente viejo y decrépito?
B: No soy pesimista, porque no soy negativo. El pesimismo es una predisposición, y yo a eso no llego: yo sufro. Yo no estoy lleno de odio: el mundo que está lleno de odio, no sabe de otra moneda. Mundo maldito. Lo queríamos cambiar, y mira lo que es.
M: ¿A Bostardi no le gusta el mundo como está? ¿Lo ve peor?
B: ¿Usted no?
M: ¿Quien, yo?
B: Y lo mío no es tan terrible, Milton, yo estuve vivo, y ahora estoy de prestado, mirando desde mi cielo, desde mi infierno, lo que ha sido del mundo, y lloro, pero lo mío no es tan terrible. No es por mí que lloro.
M: ¿La cursilería de Bostardi es una impostura, o está choto?
B: Un poco de las dos. Le agradezco la honestidad.
M: Es mi estilo. Estoy comprometido con la verdad. Como el título de mi último libro: “Comprometido con la verdad”, charlas de Milton Pereira, Editorial Del Fin del Mundo, en todas las librerías. Pero volviendo al cauce, ¿Por qué cosas vale la pena llorar todavía? - en este punto, como pocas veces me ha pasado, presiento que la pregunta no ha sido buena, estoy seguro de que no la voy a transcribir lo que siga, pero entonces Bostardi dice algo que me tocará las fibras íntimas, me afectará para siempre.
B: Gordo: enamorate y vas a saber. Pero no te enamores como te enseñan en las novelas, no te enamores como nadie: enamorate de verdad, sin instrucciones, sin vergüenza, sin saber nada. Vas a ver que no sabés nada, que es lo mejor. Después te vas a arrepentir, está bien.
M: No lo sigo.
B: Claro, pero enamorarse no se decide. Bah, no sé. Ah, pero gordo, si todos se enamoraran, de ese amor lastimado podría todavía nacer un mundo mejor, eso es lo que pienso. ¿Dónde está tu amigo?
M: Fumando afuera.
B: Tu amigo está mal, ¿ves?
M: En eso estoy de acuerdo. Pero volviendo al cauce: ¿Bostardi se reprocha algo?
B: Seguir vivo.
M: ¿Bostardi está lleno de rencor? ¿Se piensa pegar un tiro?
B: No. No.
M: ¿Se cree mejor que los demás?
B: En una época estuve dispuesto a sacrificar mi vida por el hombre nuevo. Para mí eso es amor. Quizás hoy eso sea vanidad. Pero es que el mundo está de cabeza.
M: Si le digo fútbol, ¿en qué piensa?

Bostardi se levanta sin responder. Se sirve un vaso de whisky. No me ofrece. ¿Lo escucho gruñir como el perro amarillo?

¿Se merece Bostardi -después de haber sido quien ha sido- ser retratado así, como lo que es? Porque Bostardi no es más que un anciano demente, lleno de odio, sin capacidad para amar. Me duele, me duele como al que más la caída de un ídolo, de un referente, y pienso en mi vejez. ¿Qué verán los demás de mí cuando haya pasado mi tiempo? Pero me debo a la verdad, a la verdad descarnada:

M: ¿Le costó sobreponerse a la muerte de Carmen?
B: Es una lástima. No ser capaz de sacrificarse por el futuro es lo mismo que el suicidio. Y los que quedamos estamos malditos, somos nada más que sombras. Bebemos del conocimiento para no desaparecer, viejos malditos, nada más. Nuestro amor fue enterrado hace mucho.

Veo a Bostardi en toda su inteligencia y vulnerabilidad, en toda su humanidad. ¿Dónde está Roberto cuando tiene que sacar una puta foto?

M: Traje este ejemplar de “La Calesita”, la primera edición, de 1961. Le pido me la autografíe.
B: “La Calesita” no es mía.
M: Perdón, quise decir “A la Sombra del Platanal”.
B: Pero trajiste “La Calesita”, un libro de poemas del Coronel Gurruchaga.
M: No sé de dónde salió ese libro.
B: Llévese esta mierda de mi vista.
M: ¿Es difícil ser viejo?
B: Podríamos ir terminando por acá.

Comprendo. Estoy haciendo preguntas dolorosas. Pero no necesito que hable más: las respuestas están en el aire, en la casa, en sus manos, en sus silencios. El Profesor ha sido alcanzado y herido por los años, se ha quedado en el pasado y el presente le duele, la soledad le duele. El Profesor ya no escribe, ya no habla. Quizás esta sea la última entrevista que le hagan. Estoy agradecido a la vida por permitirme este encuentro.

Quiero despedirme, recogerme en mi soledad, para rumiar lo que ha pasado hoy, pero Roberto no regresa. Lo hemos buscado en los alrededores y lo hemos llamado a su móvil, y nada. Finalmente, después de dos horas de nervios (en esa misma zona asesinaron a un caricaturista en 2008 y a un diseñador gráfico en 2009), lo vemos llegar. Se había perdido en la playa.

Subimos a la camioneta y nos vamos. En el retrovisor veo que el Profesor me levanta el dedo medio. Pobre viejo, pienso. Roberto en tanto me pide que nos desviemos al pueblo más cercano para buscar una rotisería.




miércoles, 22 de enero de 2014

sábado, 18 de enero de 2014

MISTER PRESIDENT

El presidente Morgan ve un dedo gigante que desciende sobre la ciudad. Ve a los habitantes de la pantalla perplejos un segundo y fulminados al siguiente por la certeza de su muerte inmediata.
   Entonces la voz destemplada de James rompe el encanto de la visión para decir: “Aquí, Señor presidente, éste es el lugar”, y su propia voz responde: “Bueno, como sea”.
Así da comienzo la operación que desaparecerá del mapa aquella región mucho más allá de los límites de la pantalla. Eso ha sido todo. En el despacho están James con su dedo sobre el mapa, el presidente Morgan, y Miller de pie al lado de la puerta, como un dóberman.
La revuelta está ocurriendo aquí -sigue James-, se trata del agua de su familia, Señor presidente -y continúa con una serie de pormenores que no interesan a nadie, si el asunto está cocinado desde hace años. Pero James está pletórico. Debe creer que ahora sí habita el mundo real.
  “Bueno, como sea”, ha dicho el presidente mientras le señalaba el bar a Miller, y como James sigue esperando debe agregar: “por supuesto, hay que hacer lo que hay que hacer. Adelante,estimado James, haga la llamada”.
Así que James llama, pide con el almirante, le alcanza el teléfono y da un paso atrás. “¡La Historia!”, debe estar pensando, basta mirarle ese brillito en los ojos. El presidente hace una pausa, dice “Almirante”. Al otro lado de la línea, el Almirante dice “Señor presidente”. Luego una segunda pausa, un poco de teatro, un poco de verdad, y el presidente valida la orden mientras su vista se pierde sobre las copas de los árboles, “como papá cuando era presidente”, llega a pensar antes de despedirse y colgar.
Entonces recuerda a Bobby Rainbow, director de Aqueduct y accionista mayor de Rainbow
Defense. Bobby es algo así como un primo, porque sus padres eran algo así como hermanos.
James, por favor informe al Señor Rainbow”.
El presidente Morgan imagina el mensaje que atraviesa el aire, el vacío, rebota en los satélites, pasa por las antenas y llega casi antes de salir al teléfono de Bobby Rainbow en su casa de la isla. Bobby se toma su tiempo. Está quieto como una iguana. Ni un sólo músculo de la cara se le mueve. Quizás su mente le diga: “el poder, Bobby, el poder”, pero él sigue en silencio, respira despacio bajo el cuerpo de una chica dormida. Una de esas chicas menudas que le gustan a Bobby.
Se estira y la chica resbala a un lado sin despertar. Bobby enciende uno de sus puros. Sus ojitos amarillos brillan en medio de la nube. Abre las persianas para que la luz del Caribe lo incinere. Y de seguro piensa en números. Porque Bobby siempre piensa en números. Tenaz y certero es Bobby. Implacable. Un habitante del mundo real. Un dueño del mundo. Más que él. Porque él es el presidente, pero Bobby con sus empresas y sus países artificiales y sus guerras sin fin, ¿no es algo así como un rey? No hay dedo que aplaste a Bobby.
¿No? ¿Y no puede su dedo aplastar a Bobby? ¿Quién es el presidente?
Bobadas. Bobby es como un hermano. Lo va a llamar apenas se le ocurra algo ingenioso que decirle.
Otro gesto a Miller. “No, sin hielo”. Bobby. Bobby Rainbow, piensa. Motherfucker Bobby.
No sabe por qué se lo ve sentado en la silla eléctrica. Y no sólo lo ve: también huele el aire del subsuelo, presiente la realidad de la ejecución, los ojitos amarillos de Bobby sepultados bajo la capucha, el crujir espectante del auditorio de testigos. Piensa que no queda mal Bobby en la silla.
Un hermano. Arduas son las cosas para Bobby Rainbow. Pudieron haber sido sencillas, fáciles, suaves como han sido para él, pero se las ha buscado difíciles, y sin necesidad. Es que Bobby es un hacedor de mundo. Bobby es como un dios.
Pero él distinto, piensa y se levanta con el vaso en la mano. A él todo le ha resultado muy fácil. ¡Mira mamá, sin manos! Acaba de llegar en helicóptero; ha validado un ataque; a las nueve leharán un masaje; a las diez firmará todos los papeles que le ponga James delante; a las once hablará con su hija; a las doce llegará la compañía que le ha agendado Miller.
Yo no busco el poder, piensa, el poder viene a mí por su cuenta. Es una cuestión de
sincronicidad. Miren, no duele. Todo está bien.
Se truena los dedos, uno por uno.
Quizás sea que Bobby sabe dónde empiezan y terminan las cosas. ¿Es eso, Bobby? Arroja el vaso contra la pared, maldice en voz alta.
¿Qué hora es?”
Las ocho treinta, Señor”.
Mientras Miller recoge los vidrios el presidente lo mira como a un desconocido.
Se acerca a la ventana. Debe pensar. Cuando venga el masajista le pedirá que le meta un dedo en el ano. Un dedo, piensa, como el que bajaba sobre la ciudad.


VAMO, RODRÍGUEZ

VAMO, RODRÍGUEZ


Rodríguez no escuchaba al muchacho. Lo miraba y asentía, pero pensaba en lo cansado que estaba, y en el futuro. Más de lo mismo y siempre peor. La vida era una pelea perdida. 
El muchacho hablaba de una moto. Una moto, sí. Y el muchacho no era el imbécil. 
Lo interrumpió, le dijo que se apurara. Todavía faltaban tres boliches para terminar el reparto del día. El muchacho bajó del camión y entró a "Carámbula Hermanos" a tomar el pedido. Rodríguez debía bajar, abrir la chata y adelantar el trabajo para terminar antes. Seguro que pedían lo de siempre: diez cajas. Pero se quedó con las manos sobre el volante. Viejas, hinchadas, extrañas. La vista no iba más allá de los chorretes de jabón del parabrisas. Estaba cansado.
El muchacho volvió, voceó "¡diez cajas, Rodríguez!" y dio un par de golpes en la chapa. Pero él no se movió. El muchacho murmuró “buenísimo”, y se fue hasta atrás solo. Bajó el carrito a la calle y empezó a estibar cajas mientras cantaba una plena. 
Atardecía. El muchacho pasó con el carro. Un viaje, cinco cajas. El muchacho tenía unos championes naranja flúo, una remera verde con un logo enorme, una gorrita de los Miami Heats. Le servían los championes, la plena, la gorrita, la remera, la moto que se quería comprar.  A Rodríguez no le servía nada. 
El muchacho salió del almacén, cruzó la vereda, estibó otras cinco cajas cantando la misma plena. "¡Pronto, diez cajitas!". Rodríguez no se movía. Pensaba que podía quedarse ahí para siempre, como si fuera un componente más de la cabina del camión. Quizás estaba dormido y no se daba cuenta.
No era eso, no.
El muchacho guardó el carrito y cerró la chata. Después fue hasta la cabina, subió al estribo y metió la mano a través de la ventanilla para agarrar las boletas. Estaba enojado. "Vamo arriba, Rodríguez", roncó, y volvió al boliche en cuatro zancadas.  Allá bromeó a gritos y fue correspondido con un coro de risas forzadas. El más viejo de los Carámbula se acercó a las rejas del depósito. Era un sapo con ojitos de borracho. Saludó a Rodríguez con un movimiento de cabeza y una sonrisa triste.
Y Carámbula no era el imbécil.
Rodríguez no podía seguir. Hasta ahí había llegado. No más.
El muchacho subió al camión. Azotó la puerta un poco más que de costumbre. Como si lo quisiera despertar, como si lo quisiera agarrar a trompadas. "¿Vamo, Rodríguez?".
"Vamo", contestó Rodriguez, y se vio girando la llave, metiendo el cambio y tomando la calle, y luego la avenida, como un caballo viejo.