BOSTARDI
AL OTRO LADO
Entrevista
de Milton Pereira al Profesor Carlos Bostardi
El
Profesor Bostardi nos espera en su casa de la playa. El viaje de ida
lo hacemos en silencio. La carretera nos acerca a una tierra
primordial, a una verdad que postergamos: más adelante estamos
nosotros mismos.
El
ronquido de la camioneta en el camino de tierra nos saca de la
modorra: estamos ya muy cerca. He dejado que Roberto conduzca y él
me deja sacar algunas fotos con su cámara. Me siento como un niño.
Llegamos
a la casa del Profesor. Las olas, el aire salado, el sol, el ambiente
de Bostardi.
Su mano
es firme y cálida. Parece más joven que él. Un perro amarillo me
gruñe todo el tiempo. Tengo miedo. Bostardi parece no darse cuenta.
Cuando era niño fui atacado por un perro.
Más allá
de las palmeras está la casa y la playa. Por fin el Profesor ata al
perro y nos guía: nos muestra su biblioteca, su telescopio, su
colección de conchas, el magnífico mural de Jorge Gutierrez, y la
terraza. Allí se detiene.
“Aquí
mismo fue donde se pegó el tiro Evaristo Maneira”.
El
Profesor se sumerge en un silencio oscuro, su semblante cambia, como
si su cara fuera un campo sobre el que pasaran sombras de
pensamientos tristes. Con disimulo busco en mi smartphone quién era
Evaristo Maneira pero no lo encuentro. En cambio entro sin querer a
una página que promociona un gel reductor a 14,95 dólares el
frasco.
Le hago
un gesto a Roberto, porque veo al Profesor con aquel aire ausente y
el mar al fondo, y la luz nítida del otoño, y creo que ahí hay una
buena foto, estoy viendo una foto de premio nacional. Roberto niega
con la cabeza. No lo entiendo, pero ante todo está el respeto
profesional y no insisto.
Luego
estamos en el living. Me apuro a tomar asiento. Estoy cansado y tengo
hambre. Aquí será la entrevista: la luz es óptima y el ambiente
muy cómodo. Sólo me molesta el ladrido del perro. Opino que los
perros no deberían ladrar. El Profesor se disculpa para ir al baño
y nos deja solos. Aprovecho para admirar el mural de Gutierrez, los
libros, la colección de clásicos franceses, los gobelinos, las
cincuenta y seis conchas. Roberto saca fotos, sobre todo de las
conchas.
De pronto
caemos en la cuenta de que ha pasado al menos media hora, y tememos
que al Profesor le haya pasado algo. Después de todo tiene más de
ochenta años.
Golpeamos
la puerta del baño. Bostardi no responde. Insistimos, tratamos de
abrir, pero la puerta está trancada por dentro. Roberto entonces
graba uno de los videos de la entrevista que pueden verse en la red:
“BOSTARDI NO SALE DEL BAÑO”.
¡Bostardi!,
grito yo, ¡Profesor!, tomo carrera y golpeo la puerta. La madera
cruje pero no cede. El hombro me duele, pero hago como que no. Tomo
carrera otra vez. Roberto sigue mis movimientos. Yo me siento como
Will Smith en su mejor momento, pero luego me veo en el video y
parezco más bien un nerd lleno de pecas que no acostumbra moverse, y
además se me nota que me duele el hombro. Arremeto por segunda vez.
Se me escapa un gritito de niña. Entonces Roberto oye algo: “esperá,
Milton”, dice. Yo espero, agradecido (temo haberme sacado el hombro
de lugar), y oigo la voz del Profesor: “¡Qué hacen, la puta que
los parió, no me dejan ni cagar tranquilo, hijos de puta!”.
Nos
reímos. Me siento tonto, joven e impulsivo, pero luego en el video
me veo como un gordo de cuarenta y cinco sin carácter, y me pregunto
si eso mismo verán los demás.
El video
termina, pero yo enciendo la grabadora: sé que la entrevista ha
empezado en ese momento, puerta de por medio:
M:
Profesor. ¿El ojo modifica al objeto?
B: Dejame
cagar en paz, la concha de tu madre, Milton.
Hay
cansancio en la voz del Profesor. No deja de halagarme que recuerde
mi nombre.
M:
Profesor, ¿su silencio del último año tiene que ver el
resultado del plebiscito?
B: No hay
papel. No te puedo creer, me voy a tener que lavar en el bidet, la
puta madre. ¡Milton!
M:
Profesor, diga usted.
B: No te
lo tomes a mal, querido: por favor fijate si no hay papel higiénico
en la cocina, haceme el favor. Yo odio el bidet, no es natural.
En la
cocina no encuentro papel. En uno de los cajones no hay más que
cuchillos de toda clase, en otro, cucharas, en un tercero, chapitas
de cerveza. Chapitas hasta el borde. Pienso que el Profesor se está
volviendo loco. En el aparador sobre el lavadero están los platos y
los vasos, una cajita con escarbadientes, pero también un halcón
embalsamado con la cabeza arrancada, y atrás, un rollo de toallas de
cocina con un estampado de corazones celestes y rosados. Vuelvo con
el rollo.
Sentado
en el suelo, apoyado contra la puerta del baño, está Roberto.
Alcanzo a oír lo último que dice: “...estupidez, una estupidez
infinita”. Cuando me ve se sobresalta y calla. Es evidente que ha
estado hablando de mi. Me indigno en silencio y pienso que él debía
haber ido a buscar papel, no yo.
Carraspeo
y explico que no había papel higiénico por ninguna parte, pero sí
toallas. El Profesor abre la puerta, asoma una mano temblorosa, una
garra que emerge del pasado, que exige, que teme, una mano que es la
del Profesor y la de todos nosotros, asomados al abismo. La mano
agarra el rollo de papel estampado y desaparece.
A los
diez minutos sale el Profesor, y tras él un olor nauseabundo.
Roberto tose sin parar. Yo miento que debo hacer una llamada y corro
a la terraza. Ya afuera aprovecho para llamar a mi hija, porque me
parece de mala educación estar ahí nada más para respirar.
Cuando
veo por el ventanal que el Profesor se acomoda en el sillón del
living me despido de mi hija y entro. El olor persiste pero no es tan
terrible. Roberto me mira como siempre, pero recién entonces
entiendo que me odia. Estas cosas son las que uno aprende. Lo mismo
de siempre pero con más claridad. Me fotografía. No entiendo qué
puede haber visto. Sé que no soy interesante. Entonces Bostardi
habla, como si me hubiera escuchado los pensamientos:
B:
Bostardi no tiene nada interesante que ofrecer. Bostardi debió
haberse muerto hace cuarenta años – dice el Profesor a modo de
introducción. Me allana el camino, suave y hostil como un caballero.
Quiere guiar la entrevista.
M: ¿Y
eso por qué, Profesor?
B:
Bostardi es uno de los referentes de una época que no dio frutos.
¿De qué sirve buscar la sombra de los referentes intelectuales de
la izquierda, si no hay izquierda? ¿Para qué servimos? ¿Qué
debemos hacer? ¿Consolar sueños adolescentes? ¿Qué debemos hacer?
M: ¿Me
lo está preguntando a mí?
Roberto
se cae de la silla. Se levanta al instante y se acerca para
fotografiar las manos de Bostardi. Una serie de fotos que incluirá
en su primer libro de retratos, según me dice en el viaje de regreso
a la capital, con los ojos rojos y atragantado de empanadas criollas.
B: Estoy
preguntándomelo a mí, querido, porque a veces creo que los viejos
intelectuales, para seguir en la góndola de este supermercado
mundial, nos dejamos moler para ser incluidos en pastillas sedantes
para los militantes enfermos, los viejos compañeros que no
consiguieron evolucionar hacia la mierda que los suplantó. Y a la
vez somos dinosaurios vivientes, especímenes de gran valor para la
edificación -precaria, claro- de los jóvenes arqueólogos de la
izquierda, los jóvenes interesados en saber qué sentido podría
tener la realidad que se los está comiendo.
M: Por
supuesto. Aunque le confieso que no le entiendo nada. Sin embargo,
Profesor, ahora que dice esa palabra ... - y me refiero a la
palabra “mierda”, porque no dejo de pensar en la puerta abierta
del baño. Pero Bostardi sigue:
B: Nos
han usado para rellenar las píldoras del sistema, Milton, y nos
hemos dejado usar, porque creímos que por lo menos así... pero,
Milton, con la mano en el corazón – Bostardi se inclina hacia mí:
¿vos creés algo de lo que he dicho en los últimos veinte años? Te
lo pregunto de verdad, Milton.
No me
atrevo a contestar, porque sí le he creído. Palabra por palabra.
¿Soy un estúpido?
B: ¿Para
quién los paños fríos de mis últimos quince libros? Me he
convertido en un redactor de postales de buenos deseos. Para no
devenir en fábrica de odio, he devenido en fábrica de mentiras.
Bostardi debió morir en el ochenta y nueve. Si no hace cuarenta
años, por lo menos, y sobre todo, en el ochenta y nueve.
M: Claro.
B: Pero
estaba Carmen, ¿y quién puede morirse estando Carmen? ¿Eh? Uno
vive, uno no se puede rendir si... pero vos no te preocupes, Milton,
vos nunca vas a estar con nadie como Carmen, una mujer de verdad.
(Risas
-las mías, porque he creído que lo dijo en broma, pero luego veo
que no).
B:
Después de eso, bueno, después de eso estamos en esta inercia
planetaria, en este discurso vacío y autodestructivo del Capitalismo
y... -hace una pausa - no, no voy a decir esa palabra que empieza con
ge y que usan para todo. Estoy harto de la palabra que empieza con
ge.
M: ¿Con
ge? ¿Cuál? ¿Góndola? ¡Ah! ¿Globalización?
B: Sí,
esa palabra.
M:
Globalización. ¿Qué tiene de malo esa palabra?
B: Todo.
M: Es
pesimista, Profesor. No espera nada bueno de la vida. ¿Bostardi se
siente viejo y decrépito?
B: No
soy pesimista, porque no soy negativo. El pesimismo es una
predisposición, y yo a eso no llego: yo sufro. Yo no estoy lleno de
odio: el mundo que está lleno de odio, no sabe de otra moneda. Mundo
maldito. Lo queríamos cambiar, y mira lo que es.
M: ¿A
Bostardi no le gusta el mundo como está? ¿Lo ve peor?
B:
¿Usted no?
M:
¿Quien, yo?
B: Y lo
mío no es tan terrible, Milton, yo estuve vivo, y ahora estoy de
prestado, mirando desde mi cielo, desde mi infierno, lo que ha sido
del mundo, y lloro, pero lo mío no es tan terrible. No es por mí
que lloro.
M: ¿La
cursilería de Bostardi es una impostura, o está choto?
B: Un
poco de las dos. Le agradezco la honestidad.
M: Es
mi estilo. Estoy comprometido con la verdad. Como el título de mi
último libro: “Comprometido con la verdad”, charlas de Milton
Pereira, Editorial Del Fin del Mundo, en todas las librerías. Pero
volviendo al cauce, ¿Por qué cosas vale la pena llorar todavía? -
en este punto, como pocas veces me ha pasado, presiento que la
pregunta no ha sido buena, estoy seguro de que no la voy a
transcribir lo que siga, pero entonces Bostardi dice algo que me
tocará las fibras íntimas, me afectará para siempre.
B: Gordo:
enamorate y vas a saber. Pero no te enamores como te enseñan en las
novelas, no te enamores como nadie: enamorate de verdad, sin
instrucciones, sin vergüenza, sin saber nada. Vas a ver que no sabés
nada, que es lo mejor. Después te vas a arrepentir, está bien.
M: No
lo sigo.
B:
Claro, pero enamorarse no se decide. Bah, no sé. Ah, pero gordo, si
todos se enamoraran, de ese amor lastimado podría todavía nacer un
mundo mejor, eso es lo que pienso. ¿Dónde está tu amigo?
M:
Fumando afuera.
B: Tu
amigo está mal, ¿ves?
M: En
eso estoy de acuerdo. Pero volviendo al cauce: ¿Bostardi se reprocha
algo?
B:
Seguir vivo.
M:
¿Bostardi está lleno de rencor? ¿Se piensa pegar un tiro?
B: No.
No.
M: ¿Se
cree mejor que los demás?
B: En
una época estuve dispuesto a sacrificar mi vida por el hombre nuevo.
Para mí eso es amor. Quizás hoy eso sea vanidad. Pero es que el
mundo está de cabeza.
M: Si
le digo fútbol, ¿en qué piensa?
Bostardi
se levanta sin responder. Se sirve un vaso de whisky. No me ofrece.
¿Lo escucho gruñir como el perro amarillo?
¿Se
merece Bostardi -después de haber sido quien ha sido- ser retratado
así, como lo que es? Porque Bostardi no es más que un anciano
demente, lleno de odio, sin capacidad para amar. Me duele, me duele
como al que más la caída de un ídolo, de un referente, y pienso en
mi vejez. ¿Qué verán los demás de mí cuando haya pasado mi
tiempo? Pero me debo a la verdad, a la verdad descarnada:
M: ¿Le
costó sobreponerse a la muerte de Carmen?
B: Es
una lástima. No ser capaz de sacrificarse por el futuro es lo mismo
que el suicidio. Y los que quedamos estamos malditos, somos nada más
que sombras. Bebemos del conocimiento para no desaparecer, viejos
malditos, nada más. Nuestro amor fue enterrado hace mucho.
Veo a
Bostardi en toda su inteligencia y vulnerabilidad, en toda su
humanidad. ¿Dónde está Roberto cuando tiene que sacar una puta
foto?
M: Traje
este ejemplar de “La Calesita”, la primera edición, de 1961. Le
pido me la autografíe.
B: “La
Calesita” no es mía.
M:
Perdón, quise decir “A la Sombra del Platanal”.
B: Pero
trajiste “La Calesita”, un libro de poemas del Coronel
Gurruchaga.
M: No
sé de dónde salió ese libro.
B:
Llévese esta mierda de mi vista.
M: ¿Es
difícil ser viejo?
B:
Podríamos ir terminando por acá.
Comprendo.
Estoy haciendo preguntas dolorosas. Pero no necesito que hable más:
las respuestas están en el aire, en la casa, en sus manos, en sus
silencios. El Profesor ha sido alcanzado y herido por los años, se
ha quedado en el pasado y el presente le duele, la soledad le duele.
El Profesor ya no escribe, ya no habla. Quizás esta sea la última
entrevista que le hagan. Estoy agradecido a la vida por permitirme
este encuentro.
Quiero
despedirme, recogerme en mi soledad, para rumiar lo que ha pasado
hoy, pero Roberto no regresa. Lo hemos buscado en los alrededores y
lo hemos llamado a su móvil, y nada. Finalmente, después de dos
horas de nervios (en esa misma zona asesinaron a un caricaturista en
2008 y a un diseñador gráfico en 2009), lo vemos llegar. Se había
perdido en la playa.
Subimos a
la camioneta y nos vamos. En el retrovisor veo que el Profesor me
levanta el dedo medio. Pobre viejo, pienso. Roberto en tanto me pide
que nos desviemos al pueblo más cercano para buscar una rotisería.